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Cuando ser “peregrino” en Roma no era del todo bien visto

Estamos acostumbrados a que la palabra “peregrino” tenga un significado religioso, o por lo menos, relacionado con el turismo: designa a la persona que realiza un itinerario hacia un lugar de significado espiritual, normalmente realizando un considerable esfuerzo físico.

Y aunque hoy está relacionada con el ocio y las actividades de tipo recreativo, hasta no hace mucho tiempo, peregrinar era una “actividad de riesgo”: los caminos eran inseguros, atravesaban países desconocidos e incluso enemigos, y las travesías por mar eran peligrosas e inciertas. De hecho, en la Edad Media, las personas que emprendían el Camino de Santiago, de Roma y sobre todo de Jerusalén, solían repartir antes la herencia entre sus hijos, por si no lograban volver.

Pero en general, “peregrino” es una palabra con connotaciones positivas. Es una persona valiente, arriesgada, que no es superficial sino que busca un sentido, que no se apega a los bienes materiales. Los peregrinos eran admirados y acogidos con veneración y hospitalidad en todas partes. Los gobernantes creaban casas y hospitales para ellos, y los tribunales los defendían de los ladrones.

Pero si uno vivía en la Antigua Roma y era peregrinus,  la cosa era bien distinta.

Cuando el “peregrino” era ciudadano de segunda clase

Roma construyó su imperio desde la Ciudad, incorporando poco a poco el resto del Lazio y las provincias italianas, hasta llegar a su máxima extensión territorial en el siglo III d.C. Pero no sólo fue una conquista por la fuerza: Roma era sinónimo de civilización, la más perfecta hasta entonces en el mundo. La ciudad era el modelo de la convivencia, y ser ciudadano romano equivalía a tener plenos derechos, tanto sociales como políticos.

Sabemos que a un ciudadano romano, por ejemplo, no se le podía torturar ni matar, y que podía apelar al emperador directamente, como hizo san Pablo cuando quisieron matarle, según narra la Biblia.

El tribuno hizo entrar a Pablo en la fortaleza y ordenó que lo azotaran para saber por qué razón gritaban así contra él. Cuando lo sujetaron con las correas, Pablo dijo al centurión de turno: «¿Les está permitido azotar a un ciudadano romano sin haberlo juzgado?». Al oír estas palabras, el centurión fue a informar al tribuno: «¿Qué vas a hacer?, le dijo. Este hombre es ciudadano romano». El tribuno fue a preguntar a Pablo: «¿Tú eres ciudadano romano?». Y él le respondió: «Sí». El tribuno prosiguió: «A mí me costó mucho dinero adquirir esa ciudadanía». «En cambio, yo la tengo de nacimiento», dijo Pablo. Inmediatamente, se retiraron los que iban a azotarlo, y el tribuno se alarmó al enterarse de que había hecho encadenar a un ciudadano romano (Hch 22)

 

Los que no eran ciudadanos romanos no gozaban de estos privilegios. Estaban los libertos y los esclavos. Pero conforme el Imperio se fue expandiendo, surgió una cuestión: ¿qué hacer con los pueblos vasallos de Roma que seguían manteniendo sus núcleos urbanos y sus propias costumbres, y que no acababan de ser “del todo” romanos? No eran simples extranjeros, para los que se reservaba el término hostis barbarus, que eran pueblos enemigos de Roma, sino de miembros de pueblos “amigos” y que cada vez tenían más relaciones comerciales y personales con la Urbe.

Así, el derecho romano en la época republicana acuñó una palabra para ellos: peregrinus, lo que viene a significar “persona que venía (a la ciudad de Roma) por el campo, per aegre”. Porque, como es natural, Roma era el centro del mundo, y atraía a miles de personas en busca de un futuro mejor.

Los peregrini, sin embargo, no eran ciudadanos de pleno derecho: pagaban más tributos, no podían casarse con un ciudadano romano y nada les salvaba de la tortura y del ajusticiamiento, si caían en manos de los tribunales romanos. Tampoco podían hacer carrera militar ni política, ni heredar legalmente. Eran tratados como “extraños” en su propia tierra, aunque tenían sus propias leyes que Roma respetaba.

Resulta por tanto curioso pensar que san Pedro fue realmente un peregrinus en Roma. Él, cuya tumba ha sido una de las metas más importantes de peregrinación de la historia de Occidente.

Basílica de San Pedro

La situación de los peregrinos, como es lógico, era insostenible a largo plazo, y se fueron realizando mejoras legales hasta que el emperador Caracalla (año 212 de nuestra era) extendió la ciudadanía a todos los habitantes del Imperio. No obstante, el derecho romano había desarrollado, gracias a los peregrini, toda una rama propia, el ius gentium, el Derecho de los Pueblos, que permitiría articular durante casi mil años la convivencia en la Europa medieval.

De esta figura antigua, en la Edad Media quedó la idea de “extranjero” y de viaje “a través del campo”, que es la que perduró en los peregrinos de Santiago, Roma y Jerusalén. Aunque la experiencia de ser peregrinus en la Antigua Roma marcó profundamente a los primeros cristianos:

Todos ellos murieron en la fe, sin alcanzar el cumplimiento de las promesas: las vieron y las saludaron de lejos, reconociendo que eran extranjeros y peregrinos en la tierra. Los que hablan así demuestran claramente que buscan una patria; y si hubieran pensado en aquella de la que habían salido, habrían tenido oportunidad de regresar. Pero aspiraban a una patria mejor, nada menos que la celestial (Hb 11, 13-15).

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