Skip to content Skip to sidebar Skip to footer

El Dorado: Viaje a la frontera de la imaginación

Mapa de 1599 elaborado por Jodocus Hondius. Se observan los lagos Casipa y Parime y la ciudad de El Dorado. Dominio Público
Mapa de 1599 elaborado por Jodocus Hondius. Se observan los lagos Casipa y Parime y la ciudad de El Dorado. Dominio Público

En el siglo XVI, una serie de expediciones partieron desde las tierras altas de los Andes y los puestos costeros del Caribe hacia un destino que no existía—al menos, no como lo imaginaban sus líderes. Ese destino se llamaba El Dorado. El nombre evocaba cosas distintas para distintas personas: un hombre, una ciudad, un reino, un horizonte bañado en promesas doradas.

Pero el viaje hacia el interior no fue solo geográfico. Fue un encuentro entre dos sistemas de significado—el europeo y el indígena—cada uno con su propia lógica del espacio, del valor y de la transformación. A lo largo de riberas y senderos selváticos, ambos mundos chocaron, colisionaron y, a veces, se encontraron. El Dorado, tal como aparece en los relatos históricos, no fue simplemente una fantasía europea proyectada sobre América. Fue un fenómeno nacido en la intersección entre la creencia y el movimiento – entre el ritual y la ambición – y puede rastrearse en los paisajes mismos que lo transformaron.

Un hombre cubierto de oro

La historia comenzó con un ritual. En las tierras altas de lo que hoy es el centro de Colombia, el pueblo muisca celebraba una ceremonia en la laguna de Guatavita para proclamar a su nuevo líder. El zipa, de pie sobre una balsa, era cubierto con polvo de oro y rodeado por sacerdotes y ofrendas. Oro y esmeraldas se arrojaban al lago como dones a los espíritus. No era una demostración ostentosa, sino un rito ordenado, vinculado a ciclos cósmicos y regido por obligaciones con el paisaje.

Cuando la noticia de esta ceremonia llegó a oídos españoles, su significado cambió. El hombre dorado se convirtió en leyenda. La laguna, en un tesoro oculto. El oro dejó de ser símbolo y pasó a ser prueba del imperio, combustible para la ambición. Los españoles no vieron en el rito muisca una continuidad cultural, sino una oportunidad. Sus mapas se expandieron.

Descenso al interior

Museo del Oro en la capital de Bogotá, Colombia
Museo del oro en Bogotá (Colombia). Las ofrendas muiscas alimentaron el mito de El Dorado

Las expediciones se multiplicaron. En 1541, Gonzalo Pizarro y Francisco de Orellana cruzaron los Andes con cientos de hombres, decenas de caballos y la firme intención de encontrar la fuente de riqueza que creían escondida más allá de las montañas. Descendieron a la cuenca del Amazonas, un territorio desconocido, guiados en parte por aliados y cautivos indígenas cuyas referencias geográficas no eran fijas ni concebidas para la mirada europea.

El paisaje mismo les ofreció resistencia. Los ríos cambiaban de curso, los alimentos escaseaban, los mapas se convertían en conjeturas. La búsqueda, que en principio era un avance hacia una meta clara, se convirtió en una travesía incierta a través de un espacio moldeado por la duda. Lo que los europeos llamaban «selva virgen» era, en realidad, una red de territorios indígenas cargados de significado, historia y presencia.

Para sus guías, el viaje atravesaba espacios conectados por lazos de parentesco, comercio y ritual. Para los españoles, esos mismos espacios se transformaban en pantallas para proyectar sus deseos. Cuanto más se internaban, menos comprendían. Pero más necesitaban creer.

Mundos entrelazados

El encuentro no fue unilateral. Las comunidades indígenas que encontraban en su camino respondieron con cautela, resistencia, hospitalidad o estrategias evasivas. Algunas aprovecharon la codicia de los españoles para el oro para desviar sus rutas. Otras ofrecieron relatos—reales, parciales o cuidadosamente construidos—que alimentaban el impulso de las expediciones. Las historias sobre ciudades poderosas en lo más profundo de la selva circulaban desde ambos lados.

El Dorado se convirtió en una idea móvil, moldeada tanto por la imaginación europea como por la gestión indígena de la información. No fue un mito impuesto desde fuera, sino una construcción compartida en la zona de contacto, donde narrar era sobrevivir y la distancia, una táctica.

Así, la expedición adquirió rasgos de un viaje ritual, aunque no en el sentido que entendían los pueblos que encontraba. Cruzó umbrales, transformó cuerpos, alteró la percepción del tiempo. Hambre, enfermedad, desorientación—todo reformuló la experiencia. Como en una peregrinación, los participantes salieron transformados. Pero a diferencia de una peregrinación, su objetivo no era el vínculo, sino la posesión.

Colapso y persistencia

Pocas expediciones regresaron completas. La mayoría se desvaneció en la selva, en relatos contradictorios, en mapas que se borraban en los márgenes. Y aun así, la historia siguió. Décadas después, Sir Walter Raleigh trasladó la ubicación de El Dorado hacia el este, en dirección a Guayana. Su prosa volvió a enmarcar el mito – no como un reino local, sino como un sistema continental. Cuanto más inalcanzable, más real parecía.

Mientras tanto, la laguna donde todo comenzó – Guatavita – fue drenada repetidamente durante los siglos siguientes. Ingenieros excavaron la ladera para bajar el nivel del agua. Se recuperaron algunos objetos. El oro no era abundante. Pero la idea ya había cobrado vida propia.

Lo que dejó el viaje

Hoy, El Dorado sobrevive en fragmentos: vitrinas con orfebrería muisca, manuscritos coloniales, paisajes alterados. Pero más perdurable que todo ello es el recorrido mismo—el modo en que la leyenda arrastró a personas a través de selvas y sabanas, ríos y sierras, transformando el espacio a su paso.

El viaje hacia El Dorado no fue un error lineal ni una cacería fallida de tesoros. Fue una convergencia de imaginarios, donde la conquista europea se encontró con la cosmovisión indígena, y de ese choque surgió algo nuevo. No una ciudad, ni una bóveda de riquezas—sino una geografía del entrelazamiento.

En ese sentido, El Dorado aún existe: no como un lugar, sino como un territorio modelado por la búsqueda, el malentendido, la adaptación y el intercambio. Permanece en los nombres superpuestos del paisaje, en los caminos que hoy son carreteras y ríos navegables, y en la memoria histórica de un continente marcado por rutas recorridas en busca de lo que nunca estuvo… y nunca dejó de estar.

The saint who got to an island that doesn’t exist

 

Entrada también disponible en: English Italiano

Deje un comentario