En muchas iglesias, hospitales, hogares y hasta en perfiles de redes sociales, una imagen se repite con serena insistencia: un hombre vestido de blanco alza una mano en señal de bendición, mientras de su corazón brotan dos rayos de luz, uno rojo y otro pálido. Debajo, una frase sencilla: “Jesús, en ti confío”.
Esta imagen, conocida como la Divina Misericordia, nace en un rincón humilde de la Europa del siglo XX y se expande como símbolo de consuelo para una humanidad herida. Aunque tiene sus raíces en la tradición católica, su lenguaje toca una fibra profundamente humana: la necesidad de esperanza, perdón y sentido. Es una invitación a mirar el mundo, y al otro, con una mirada nueva.
Una visión para tiempos oscuros
La historia comienza en 1931, en el convento de Płock, una ciudad a orillas del Vístula en la Polonia de entreguerras. Faustina Kowalska, una joven monja de la Congregación de las Hermanas de Nuestra Señora de la Misericordia, asegura haber tenido una visión de Cristo.
Jesús se le presentó vestido de blanco, con una mano levantada en bendición y la otra sobre el pecho, del cual salían dos rayos: uno rojo (la sangre) y otro pálido (el agua). Según ella escribió en su diario espiritual —un documento de más de seiscientas páginas que relata sus experiencias místicas—, estos rayos representaban la misericordia de Dios derramada sobre la humanidad.
Y añadió una advertencia que, vista con la perspectiva del siglo, puede sonar profética:
“La humanidad no encontrará la paz hasta que no se dirija con confianza a mi misericordia” (Diario, 300).
Era una voz que emergía desde el silencio de una celda conventual, pero que parecía hablarle al caos de una Europa al borde del colapso.

Llevando la visión al arte
Faustina, sin conocimientos artísticos ni medios, comunicó a su confesor, el padre Michał Sopoćko, el deseo que, según ella, Cristo le habría transmitido: que se pintara la imagen tal como la había visto. En 1934, en la ciudad de Vilna, el sacerdote encomendó la tarea al pintor Eugeniusz Kazimirowski.
Faustina visitaba el estudio con frecuencia, intentando que la imagen reflejara lo más fielmente posible lo que ella había contemplado. Sin embargo, una vez terminada, escribió: “Jesús, ¿quién te pintará tan hermoso como eres?” (Diario, 313). Aun así, aceptó la obra, y la imagen fue expuesta públicamente por primera vez en 1935, coincidiendo con la Fiesta de Pascua.
Una segunda imagen, un nuevo lenguaje visual
Pero fue una segunda pintura, realizada casi diez años más tarde, la que se convertiría en el rostro más conocido de la Divina Misericordia. En 1943, el artista polaco Adolf Hyła, profundamente marcado por los horrores de la guerra y la pérdida de su familia, quiso ofrecer una obra votiva como expresión de fe y gratitud por haber salvado la vida. Guiado por las descripciones del Diario y una reproducción de la imagen original, creó una nueva versión que representaba a Jesús con una expresión más suave y compasiva, en un gesto de acogida y ternura.
Esa pintura fue bendecida en 1944 y colocada en la capilla del convento de Cracovia-Łagiewniki, donde hoy sigue expuesta. Su estilo más cercano y emocional contribuyó a la difusión masiva de la devoción, haciendo de esa imagen —y de la frase “Jesús, en ti confío”— una presencia habitual en iglesias y hogares de todo el mundo.

Difusión mundial
Karol Wojtyła, el futuro Juan Pablo II, creció en Wadowice, no lejos de los lugares donde Faustina vivió. Su adolescencia transcurrió en los mismos años en los que ella escribió su Diario. Siendo arzobispo de Cracovia, impulsó la causa de beatificación y la difusión del mensaje de la Divina Misericordia. Ya como Papa, convirtió esta devoción en una de las piedras angulares de su pontificado.
En 1980 publicó la encíclica Dives in Misericordia, en la que propuso que la misericordia no era una simple actitud piadosa, sino el núcleo más profundo del mensaje cristiano.
“La misericordia constituye el contenido fundamental del mensaje mesiánico de Cristo y la fuerza constitutiva de su misión”, escribió.
Beatificó a Faustina en 1993, y la canonizó en el año 2000, proclamando ese mismo día el Domingo de la Divina Misericordia, el domingo posterior al de la Resurrección, como fiesta litúrgica oficial. Fue un acto que selló la universalidad del mensaje que había comenzado con una monja poco conocida en un convento polaco.
El Papa Francisco retomó con fuerza este eje espiritual. En 2015 convocó un Jubileo Extraordinario de la Misericordia, extendido a todas las diócesis del mundo. Durante ese año, invitó a mirar el mundo y a los demás desde una clave no de juicio, sino de compasión. “La Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio”, afirmó en Misericordiae Vultus.
Fue un gesto que resonó más allá del ámbito religioso. En un mundo marcado por la exclusión, el miedo y la fragmentación, hablar de misericordia era también una forma de resistencia y de construcción de esperanza.
Una espiritualidad para el siglo XX
Hoy, la imagen de los dos rayos y la oración de confianza se encuentran en santuarios, hospitales, cementerios, cárceles y redes sociales. La Coronilla de la Divina Misericordia, una oración sencilla y repetitiva, se reza cada día en el ámbito católico a las 3 p.m., la llamada “hora de la misericordia”.
El santuario de Cracovia se ha convertido en un lugar de peregrinación internacional. Pero lo más notable es cómo este mensaje ha trascendido las fronteras confesionales. En tiempos de duelo, enfermedad o incertidumbre, personas de todas las creencias encuentran consuelo en esa figura que ofrece paz desde un corazón abierto.
A lo largo del siglo XX —con su dolor, sus exilios y su hambre de sentido— la misericordia ha emergido como una de las grandes intuiciones espirituales de nuestro tiempo. Lejos de ser una debilidad, ha revelado su potencia sanadora. No es una teología del castigo, sino una pedagogía del perdón.
El mensaje de la Divina Misericordia no propone respuestas fáciles, pero sí una brújula espiritual: confiar cuando no entendemos, abrir el corazón cuando todo empuja al encierro, mirar al otro —y a uno mismo— no como enemigo, sino como herido. Es una espiritualidad para tiempos difíciles, hecha de ternura, paciencia y reconstrucción.