Cada año, al llegar la Semana Santa, millones de personas en todo el mundo vuelven la mirada hacia los relatos evangélicos que narran las últimas horas de la vida de Jesús. Desde la Última Cena en el Cenáculo de Jerusalén hasta la sepultura en el Santo Sepulcro, los textos bíblicos recogen una sucesión de escenas cargadas de dramatismo, espiritualidad y simbolismo.
En estos relatos aparecen objetos que se han convertido, con el paso del tiempo, en verdaderos iconos de la fe cristiana: el cáliz con el que Jesús compartió el vino con sus discípulos; la corona de espinas con que fue burlado por los soldados romanos; los clavos que atravesaron sus manos y pies; la cruz sobre la que fue crucificado; la túnica sin costuras que los soldados no se atrevieron a romper; el velo que una mujer —identificada por la tradición como Verónica— utilizó para secar su rostro.
Estos elementos no son sólo menciones narrativas: son fragmentos materiales de una historia sagrada que, desde los primeros siglos, los creyentes han buscado, conservado y venerado. En ellos reside no solo la memoria de la Pasión, sino también una forma de acercarse al misterio de un Dios que, según la fe cristiana, asumió el sufrimiento humano.

La importancia de las reliquias en la Antigüedad tardía y la Edad Media
Desde los primeros siglos del cristianismo, los objetos asociados a personas santas adquirieron un valor especial. Las tumbas de los mártires, sus ropas, sus huesos o incluso el polvo que las cubría eran considerados medios de gracia. No eran simples recuerdos, sino formas concretas de presencia espiritual.
Este mismo principio se aplicó, con una fuerza aún mayor, a las reliquias relacionadas con la vida de Cristo. Aunque la resurrección y ascensión implicaban su ausencia física, las huellas de su paso por el mundo —especialmente aquellas ligadas a su Pasión— se convirtieron en poderosos símbolos de su entrega y amor redentor.
Durante la Edad Media, el culto a las reliquias se convirtió en un elemento esencial de la espiritualidad cristiana. Las peregrinaciones, más allá de ser un acto devocional, eran también una forma de penitencia, de búsqueda de indulgencias y de contacto directo con lo sagrado. Visitar un lugar donde se custodiaba un clavo de la cruz o una gota de sangre de Cristo era entendido como una experiencia transformadora.
El valor espiritual de estas reliquias iba acompañado de un notable poder político y económico. Reyes, emperadores y papas competían por custodiar estos objetos sagrados, que conferían prestigio, legitimidad y atracción de peregrinos. Muchos de los grandes templos medievales, desde Notre-Dame en París hasta San Marcos en Venecia, nacieron o se engrandecieron alrededor de una reliquia de la Pasión.
¿Por qué las reliquias de la Pasión están en Europa?
Una pregunta frecuente al recorrer Europa es cómo tantos objetos relacionados con la Pasión de Cristo han llegado tan lejos de Jerusalén. La respuesta está en una compleja combinación de historia, fe y poder.
El primer gran impulso al traslado de reliquias desde Tierra Santa se dio en el siglo IV, cuando el emperador Constantino abrazó el cristianismo y su madre, Santa Elena, peregrinó a Jerusalén. Según la tradición, fue ella quien descubrió la verdadera cruz y otras reliquias fundamentales, llevándolas consigo de regreso al Imperio Romano.
Siglos después, las Cruzadas marcaron otro momento decisivo. A partir del siglo XI, los ejércitos cristianos que partieron hacia Oriente no sólo buscaban recuperar lugares santos, sino también traer de vuelta sus tesoros espirituales. Fue entonces cuando muchas reliquias de la Pasión comenzaron a circular por Occidente, a veces como botín de guerra, otras como regalos diplomáticos o adquisiciones devocionales.
Durante los siglos XIII al XV, con el auge de las peregrinaciones y la institucionalización de los grandes santuarios, se produjo una distribución más amplia de reliquias menores: fragmentos de la cruz, espinas de la corona, hilos de la túnica. Estos objetos llegaron a casi todos los rincones de Europa, multiplicando los puntos de contacto entre los fieles y los recuerdos materiales de la Pasión.
Los principales centros de custodia fueron Roma, París y Constantinopla (hasta su caída en 1453). Después, otras ciudades como Venecia, Génova, Barcelona o Colonia se convirtieron en guardianes de estas reliquias, que aún hoy siguen siendo objeto de veneración.

Las reliquias más conocidas y sus ubicaciones actuales
A lo largo de los siglos, algunas reliquias de la Pasión han adquirido un reconocimiento especial, no solo por la tradición que las rodea, sino también por los esfuerzos de conservación, estudio y análisis que han permitido sostener su autenticidad con mayor o menor grado de certeza.
Una de las más destacadas es el Santo Cáliz, venerado en la Catedral de Valencia (España). Aunque su origen preciso sigue siendo objeto de debate, varios estudios históricos y arqueológicos lo sitúan como uno de los candidatos más plausibles al cáliz usado por Jesús en la Última Cena.
La Corona de espinas, por su parte, ha sido custodiada durante siglos en París. Actualmente, se conserva en el tesoro de la catedral de Notre-Dame, salvada del incendio de 2019. Si bien la corona no ha llegado completa a nuestros días, pues numerosos fragmentos de espinas han sido distribuidos por diversas iglesias europeas.
Los Clavos de la Cruz son objeto de una veneración extendida. Aunque la existencia de varios ejemplares plantea dudas sobre su número y autenticidad, algunos se conservan en lugares emblemáticos como la Basílica de la Santa Cruz en Jerusalén (Roma) o el Palacio Real de Madrid.
Uno de los objetos más estudiados es el Sudario de Turín (Italia), una tela de lino que presenta la imagen de un hombre crucificado con heridas que coinciden con las de la Pasión. Aunque ha sido sometido a múltiples pruebas científicas —con resultados dispares y a menudo controvertidos—, sigue siendo una de las reliquias más veneradas del cristianismo.
También en Francia, en la localidad de Argenteuil, se conserva la Túnica sin costuras. Esta prenda, que la tradición atribuye a Jesús, ha sido analizada en varias ocasiones, revelando tejidos y sangre del tipo AB, coincidente con el del Sudario de Turín. Aunque las dataciones por carbono 14 la sitúan en siglos posteriores, su veneración continúa viva.
Finalmente, los fragmentos de la Santa Cruz —el llamado «Lignum Crucis»— están entre las reliquias más diseminadas por todo el mundo. Muchos de ellos se encuentran en Roma, especialmente en la Basílica de la Santa Cruz en Jerusalén, pero también en catedrales y monasterios de toda Europa, como Santo Toribio de Liébana en España.
Reliquias no verificadas, pero de gran tradición devocional
Junto a las reliquias más reconocidas y estudiadas, existe un conjunto de objetos cuya plausibilidad histórica no ha sido confirmada, pero cuya veneración es antigua y significativa. Su importancia no radica tanto en la certeza material, sino en la fuerza simbólica y espiritual que conservan para los creyentes.
En la iglesia de Santa Práxedes en Roma se venera la que sería la columna de la flagelación, donde, según la tradición, Jesús fue atado y azotado por los soldados romanos. La columna ha sido un punto de referencia para la devoción y la contemplación del sufrimiento de Cristo.
Otra reliquia curiosa son las llamadas monedas de Judas, conservadas en Génova y en Roma. Se dice que forman parte de las treinta piezas de plata que recibió por entregar a Jesús. Aunque no hay pruebas materiales que lo confirmen, estas monedas se han convertido en símbolo del pecado de la traición y del arrepentimiento.
En la Sainte-Chapelle de París y en el monasterio de El Escorial, en España, se conserva la esponja que, según los Evangelios, fue empapada en vinagre y ofrecida a Jesús en la cruz. Esta escena ha sido representada en innumerables obras de arte y su reliquia es parte del imaginario litúrgico del Viernes Santo.
En la iglesia de San Francisco à Ripa, también en Roma, se venera un velo que habría sido usado para vendar los ojos de Jesús durante su burla en el pretorio. Aunque no verificada, esta pieza es un símbolo de la humillación que padeció.
Finalmente, el lienzo de la Santa Faz, asociado a la Verónica, ha tenido muchas representaciones. Tres imágenes en particular son consideradas más próximas a la tradición original: las que se conservan en Roma (San Pedro), Jaén (España) y Venecia (San Marcos). Aunque no hay evidencia concluyente de su autenticidad, el gesto de la Verónica sigue siendo un arquetipo de compasión.
Estas reliquias, más allá de su verificación científica, han sido receptáculo de plegarias, lágrimas y peregrinaciones. Son testimonios de una fe viva que encuentra en lo tangible una forma de dialogar con el misterio.
Entre la fe, la historia y la devoción
Las reliquias de la Pasión, sean grandes o pequeñas, verificadas o simplemente tradicionales, actúan como puentes entre el pasado sagrado y el presente creyente. En ellas se expresa el deseo humano de tocar lo intangible, de conservar memoria viva de lo que se considera esencial.
Más allá del debate sobre su autenticidad, estas huellas materiales siguen hablando. Lo hacen a través del silencio de los santuarios, del gesto de los peregrinos, del arte que las representa y de la liturgia que las evoca.
Contemplar la Pasión de Cristo no es sólo volver a un acontecimiento del pasado. Es también mirar hacia dentro, reconocer la fragilidad, el dolor y la esperanza como partes inseparables del camino humano. Las reliquias, en su materialidad sencilla o esplendorosa, nos recuerdan que lo divino tocó lo humano, y que ese contacto sigue dejando huellas.