Desde los primeros siglos del cristianismo, los fieles han sentido el deseo profundo de caminar sobre la misma tierra que pisó Jesús, especialmente durante sus últimos días. Los lugares donde se desarrolló la Pasión no solo remiten a un hecho histórico, sino que han sido vividos como espacios sagrados, cargados de una presencia espiritual que trasciende el tiempo.
La veneración de estos espacios surgió de manera espontánea entre las primeras comunidades cristianas. Para muchos creyentes, peregrinar a Jerusalén no era solo un viaje geográfico, sino un acto de fe, una forma de identificarse con el sufrimiento del Maestro y de renovar interiormente la esperanza en su resurrección.
Uno de los testimonios más antiguos y valiosos que conservamos es el de Egeria, una peregrina hispana del siglo IV. Su diario, lleno de detalles sobre las liturgias y recorridos en Tierra Santa, muestra cómo ya entonces existía un interés profundo por vivir los relatos evangélicos en los mismos lugares donde sucedieron.
A estas voces se suman las de figuras como san Jerónimo, que residió en Belén, o san Cirilo de Jerusalén, cuyas catequesis incluían referencias explícitas a los sitios de la Pasión. Fue en ese mismo siglo IV cuando Santa Elena, madre del emperador Constantino, emprendió su célebre viaje a Jerusalén. Identificó el Calvario y el Santo Sepulcro, y mandó construir las primeras grandes basílicas que permitirían a miles de fieles entrar en contacto con aquellos lugares.
¿Dónde están hoy esos lugares?
Jerusalén es una ciudad marcada por la historia. Desde el siglo I hasta hoy ha sido destruida, conquistada, reconstruida y transformada múltiples veces. El paso de los romanos, los musulmanes, los cruzados, los otomanos y las administraciones modernas ha alterado profundamente su trazado urbano original.
Estas transformaciones han hecho que la identificación precisa de ciertos lugares mencionados en los Evangelios sea compleja. Uno de los casos más representativos es el de la Torre Antonia, tradicionalmente vinculada al juicio de Jesús ante Pilato y al «Ecce Homo». Aunque durante siglos se ubicó en la zona donde hoy se encuentra el convento de las Hermanas de Sion, algunos arqueólogos modernos creen que el juicio ocurrió en el Palacio de Herodes, en otra parte de la ciudad.
La dificultad aumenta si consideramos que sobre muchas estructuras antiguas se han levantado iglesias, mezquitas, sinagogas o edificios civiles. Esta superposición ha dificultado el acceso arqueológico a restos del siglo I.
Sin embargo, la continuidad de la tradición litúrgica y el testimonio ininterrumpido de generaciones de peregrinos han servido de guía. A falta de certezas arqueológicas, la memoria viva de la comunidad creyente ha sostenido la identificación de lugares clave.
Los lugares clave de la Pasión de Cristo
El recorrido de la Pasión de Jesús, tal como lo relatan los Evangelios, comienza en el Cenáculo, situado en el Monte Sion. Allí tuvo lugar la Última Cena, donde instituyó la Eucaristía. También se asocia a la venida del Espíritu Santo en Pentecostés.
Desde allí, Jesús se dirigió al Huerto de Getsemaní, al pie del Monte de los Olivos. La gruta de la oración y los olivos centenarios ofrecen un espacio de gran recogimiento espiritual, evocando la agonía silenciosa antes de la detención.
Tras su arresto, fue llevado a la Casa de Caifás, que la tradición sitúa en la actual iglesia de San Pedro en Gallicantu. El lugar incluye calabozos subterráneos donde, según se cree, Jesús pasó la noche.
El juicio ante Pilato tuvo lugar, según la tradición más difundida, en el Pretorio, vinculado históricamente a la Torre Antonia, aunque varios expertos proponen el Palacio de Herodes como localización más probable. Desde allí comienza la Vía Dolorosa, un camino que recuerda el trayecto hacia el Calvario, con 14 estaciones que combinan elementos evangélicos y tradiciones posteriores.
El Calvario, o Gólgota, está integrado actualmente en la Basílica del Santo Sepulcro. En su interior también se encuentra la Piedra de la Unción, donde el cuerpo de Jesús habría sido preparado para el entierro, y el Santo Sepulcro, la tumba vacía, corazón de la devoción cristiana desde su redescubrimiento en el siglo IV.
Finalmente, en lo alto del Monte de los Olivos, se sitúa el lugar tradicional de la Ascensión, con una pequeña capilla que recuerda la última presencia física de Cristo en la tierra.
La Vía Dolorosa: devoción y camino interior
La Vía Dolorosa, tal como se conoce hoy, comenzó a configurarse como recorrido devocional en la Edad Media. Fueron los franciscanos quienes estructuraron sus estaciones, convirtiéndolas en una liturgia del camino que aún hoy se reza en todo el mundo.
Aunque algunas de las estaciones no aparecen en los relatos evangélicos, su valor simbólico es profundo. Representan momentos universales del sufrimiento humano: la caída, la compasión, la ayuda del otro, el silencio, la entrega.
Recorrer la Vía Dolorosa no es sólo un gesto externo. Para muchos peregrinos es también un camino interior, una pedagogía espiritual. Cargar con la cruz, caer y levantarse, consolar y ser consolado: en ese trayecto, la Pasión de Cristo se convierte en espejo de cada historia personal.
Peregrinación milenaria
Hoy, como hace más de mil años, Jerusalén sigue recibiendo peregrinos que buscan algo más que ruinas o paisajes. Buscan una conexión viva con el misterio: la Pasión, muerte y resurrección de Jesús.
Quienes caminan por la Vía Dolorosa, oran en Getsemaní o se detienen ante el Santo Sepulcro, no sólo recuerdan un pasado, sino que participan de una tradición que sigue latiendo. Peregrinar a Jerusalén es entrar en comunión con una multitud de creyentes que, siglo tras siglo, han hecho del camino una forma de fe. Es tocar con los pies la historia, con los ojos la esperanza, y con el corazón un amor que, para millones, sigue siendo eterno.