Pocos platos reflejan con tanta fidelidad la esencia de la Semana Santa española sobria pero llena de sabor como el potaje de vigilia, también conocido como garbanzos con bacalao. Con ingredientes modestos pero llenos de sabor, es, junto a las torrijas, el indispensable del Viernes Santo en las mesas españolas, sea en hogares, conventos, comedores sociales o restaurantes, desde hace siglos.
La legumbre de la España popular
El garbanzo es una de las legumbres más antiguas cultivadas por el ser humano. Aunque su origen se sitúa en el Creciente Fértil, estudios arqueobotánicos sugieren que fueron los cartagineses quienes introdujeron el cultivo del Cicer arietinum en la península ibérica, mucho antes de la llegada de los romanos.
Desde entonces, el garbanzo se adaptó perfectamente al clima seco del interior peninsular y se convirtió en pilar de la dieta popular. Tanto es así que autores españoles y extranjeros de todas las épocas daban cuenta de su constante presencia en las mesas de todo el país.
Es famosa la cita de Alejandro Dumas en su obra De París a Cádiz (1847): «El garbanzo es una legumbre semejante al guisante, dura como la bala de un fusil a pesar de su larga cocción». El viajero y escritor británico Richard Ford, en su obra Manual para viajeros por España y lectores en casa (1844), también hace referencia al continuo consumo de garbanzos en España.
Benito Pérez Galdós (siglo XIX), en sus Episodios Nacionales, utilizó el término «garbanzo» como sinónimo de sustento diario, reflejando su importancia en la dieta española: «El garbanzo y el tocino y el pan y las patatas no caen del cielo.» Pedro García Cabrera (siglo XX), en su obra Elegías muertas de hambre, dedicó una elegía al garbanzo, personificándolo para abordar temas de pobreza y hambre.
Potajes medievales
Durante la Edad Media, su consumo se afianzó gracias a su valor energético, su versatilidad culinaria y su capacidad de conservación. El garbanzo era ideal para una sociedad agrícola, acostumbrada a las penurias del clima y a la escasez periódica. En Al-Andalus, su cultivo se perfeccionó, y su uso se difundió en recetas que combinaban legumbres con verduras, especias y a veces pescado.
Desde hace siglos son famosos los de Zamora (ya alabados por Francisco de Quevedo) y los de Badajoz (especialmente, Valencia del Ventoso, que está en trámites de obtener la Indicación Geográfica Protegida de la Unión Europea).
Aunque el potaje nació de la necesidad y la religiosidad popular, fueron los conventos los grandes artífices de su consolidación como receta tradicional. En los monasterios y conventos españoles, donde se vivía un ritmo marcado por la liturgia, la cocina tenía – y tiene – un papel central: alimentar el cuerpo, pero sin distraer del recogimiento espiritual. Por eso, los platos conventuales destacan por su sobriedad y equilibrio.
El viajero del norte que conquistó los fogones del sur
La otra base del potaje tiene un invitado necesario: el bacalao en salazón.
La historia del bacalao en España está íntimamente ligada al calendario litúrgico. Durante la Edad Media, la Iglesia Católica impuso normas estrictas de ayuno y abstinencia, especialmente durante la Cuaresma. El consumo de carne estaba prohibido, pero el pescado sí estaba permitido. Aquí es donde el bacalao salado encontró su nicho.
A partir del siglo XV, con la expansión de las rutas comerciales atlánticas y la pesca en el norte de Europa, el bacalao empezó a llegar a los mercados españoles. Gracias a su durabilidad —una pieza podía conservarse durante meses sin refrigeración— y su precio asequible, se convirtió en el “pescado del interior”.
Fue en las tierras de Castilla, lejos del mar, donde más se arraigó su consumo, y donde se combinó con garbanzos para dar forma al potaje de vigilia.
Laboratorios del sabor y guardianes de la tradición
Los conventos han sido verdaderos laboratorios gastronómicos de la historia de España. Desde la Edad Media, las órdenes religiosas —especialmente franciscanos, benedictinos y carmelitas— desarrollaron una cocina austera pero refinada, ajustada al calendario litúrgico y profundamente enraizada en las tradiciones judías, musulmanas y cristianas, junto con el aprovechamiento y la sencillez. Dentro de sus muros se perfeccionaron platos que aún hoy son pilares de la cocina tradicional.
Durante la Cuaresma, cuando el consumo de carne estaba prohibido, los conventos debían encontrar formas de nutrir a la comunidad con alimentos permitidos. Fue en este contexto que recetas como el potaje de vigilia alcanzaron su forma definitiva. La cocina conventual aportó al plato una estructura meticulosa: remojo largo del garbanzo, desalado cuidadoso del bacalao, sofrito con cebolla, ajo y pimentón, cocción pausada y el añadido final de espinacas o acelgas para equilibrar la densidad del guiso.
Más allá de su función alimentaria, la cocina de los conventos tenía una dimensión espiritual. Cocinar era también orar, y cada receta se transmitía con la precisión de un ritual. Muchas de estas recetas eran recogidas en recetarios manuscritos, celosamente guardados por las religiosas y monjes, que con el tiempo llegaron a la sociedad civil.
La hospitalidad monástica también contribuyó a difundir estas preparaciones. Los conventos ofrecían comida a los pobres, peregrinos y visitantes, especialmente durante las grandes fiestas religiosas, lo que convirtió platos como el potaje en parte del imaginario popular. En muchos casos, las monjas vendían guisos y dulces para mantener económicamente sus comunidades, convirtiendo la cocina en una forma de sustento y vínculo con el exterior.
El potaje de vigilia, entonces, no solo es una receta devocional, sino también un símbolo de la sabiduría culinaria monástica que ha nutrido a generaciones de españoles. En él se mezclan la fe, el ingenio y el tiempo, en una alquimia que aún hoy, cada Semana Santa, revive en los hogares y refectorios de toda España.